Nelson R. Amaya.
“Acción y efecto de pasar de un modo de ser o estar a otro distinto”. “Paso más o menos rápido de una prueba, idea o materia a otra, en discursos o escritos”. “Cambio repentino de tono y expresión”. Transición. Estas acepciones que trae el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española nos reafirman su vinculación con el cambio, aquello a lo que muchos se enfrentan con temor y otros más con temeridad. Es la palabra del momento en el mundo y particularmente en Colombia. En energía, en producción y tributos, en salud y bienestar social, desluce el gobierno de Colombia cuando se trata de hacer transiciones. En materia energética, como en todo, hay tres tipos de países: Los que dispararon las alarmas sobre el aumento de temperatura global y sus consecuencias para la humanidad, que son los mismos que causaron la mayoría de ese incremento y, a su vez, produjeron los benéficos cambios en las condiciones de vida del ser humano, con acceso a sistemas industriales intensivos en energía, electricidad y grandes consumos de combustibles fósiles existentes en sus propios suelos y, una vez agotados éstos, en los ajenos. En segundo lugar, están aquellas naciones que pujan por desarrollarse, algunas con enormes cantidades de población y dentro de ella una gigantesca cantidad de habitantes sin acceso a consumo masivo de electricidad y energía. El tercer grupo lo conforman los verdaderamente pobres, que no vislumbran formas de hacerse a una luz que les ilumine sus noches, sus escuelas, sus fogones y sus esperanzas. Los primeros quieren imponer el ritmo ralentizado de emisiones de gases de efecto invernadero, a punta de convencernos a todos que de lo que ellos se privilegiaron por dos centurias, debe ser restricción para los demás, así les frene en la búsqueda de sus comodidades y bienestar. La reacción es obvia por parte de los segundos; ya lo vimos en el líder chino, quien anuncia que no limitará su desarrollo por el no uso de fuentes tradicionales y confiables de energía, las de carbón, petróleo y gas, para quedar a expensas de los vientos y el sol, sin posibilidad demostrada de acumular reservas. Tienen la hidroeléctrica gigantesca, las tres gargantas, que no suple ni la centésima parte de la demanda proyectada para sacar al menos a ochocientos millones de personas del subdesarrollo. Los terceros, con mucho pesar, no opinan porque sus expresiones no son tenidas en cuenta por los dueños del poder económico mundial. Entonces, ¿qué ocurrirá con las acciones de cambio climático? Pues que nadie puede imponerle reglas a nadie, y en consecuencia la moderación del aumento de temperatura deberá atacarse por la vía tecnológica y con el gran costo asumido por los que produjeron el mayor impacto en la situación actual. Las inversiones en estas innovaciones se agrandan. Los expertos buscan solución para la mengua del calentamiento en agricultura, manufactura y transporte, que acumulan dos terceras partes de las emisiones, sin que se vislumbre aún su éxito. Se distingue en este escenario la posición del gobierno colombiano: Quiere parecerse al primero, ve con envidia al segundo y con desprecio al tercero. Adopta discursos de primer mundo, necesita ingresos de país en desarrollo – los tiene hoy y los desestima- y contamina como cualquier subsahariano. Habla con acento y cadencia impostada sobre las consecuencias de los gases de efecto invernadero, como si formara parte del hemisferio norte, que quiere mantener en la oscuridad a más de billón y medio de seres humanos que no disfrutan de luz eléctrica ni de conectividad propia del uso de energía. Y al mismo tiempo, se niega a aceptar la realidad de su dependencia de unos ingresos que el mundo acepta sin reticencias, pues la energía más costosa es la que no se tiene. A golpe de contrasentidos, vamos navegando en un mar de buenos precios de combustibles, con las velas arriadas por pruritos ideologizados, retardatarios, disfrazados de visionarios. Si queremos ayudarle al mundo, no dudemos en brindarle nuestro petróleo, nuestro gas y nuestro carbón, como una forma de contribuir a que se pase este chaparrón geopolítico estresante, y logre recomponerse el balance de oferta y demanda que equilibre con racionalidad el mercado de combustibles. Hagámosle un favor a la humanidad -de pronto este lenguaje cala en el gobierno y logra un aplauso en la ONU-. Por otro lado, y en un afán inenarrable, tramita su paz total en un escenario de conflictos enormes por el impacto del narcotráfico en nuestra sociedad, olvidando que los alzados en armas ahora se miden en gramos de cocaína y no en páginas de doctrina marxista. Acto seguido, deja desprotegidos a quienes día a día hacen patria con su trabajo y sus actividades honestas. Y, en tercer lugar, abre las puertas del perdón legal a quienes ni siquiera lo han pedido y se sienta a manteles con los grandes delincuentes en los centros carcelarios. Estamos haciendo una transición. La de cambiar para que todo empeore. La de voltear la vida por voltearla, a punta de una esquizofrénica carrera de desprecio por el trabajo, ya que ninguno de sus discursos tiene esa impronta; de odio al capital, puesto que se trata de apretarle el pescuezo hasta dejarlo exánime, y de no saber qué hacer con la tierra, por cuanto repartirla es el primero de los pasos sin que se sepa cuáles serán los siguientes. El trípode de factores de producción, que alientan las economías en todas las latitudes, comienza a flaquear, a desestimular las expectativas de inversión y a pasar la factura a los “héroes” que hacen patria real y verdadera, los empresarios de todos los tamaños y los emprendedores que buscan un lugar en el panorama productivo a punta de trabajo, ideas y esfuerzos financieros.